Arrancaba un nuevo día en New York, Chinatown era el punto de partida
de lo que iba a ser un largo día de gloriosa caminata. Recorriendo las góndolas
de un almacén que vendía mayormente variedades de té y remedios naturales,
encontramos una pequeña sedería en el fondo colmada de rollos de telas
antiguas. No lo podíamos creer. En una suerte de chinenglish, el dueño nos
explicó que originalmente, el local era una sedería y como en los últimos años
no había sido un buen negocio, montó un almacén (que tampoco parecía ser muy
próspero). Nos dijo que las telas le encantaban y por eso seguía teniéndolas en
el local. Inmediatamente empezamos a revolver cual Alibabá entre los tesoros de
la cueva. Queríamos llevarnos todo pero era físicamente imposible, así que
elegimos cuidadosamente y nos llevamos los metros que entraban en nuestras
mochilas. A esa altura habíamos pegado muy buena onda con el dueño que estaba
feliz porque habíamos valorado su selección de telas. Mientras ordenaba los
rollos, un señor Armenio entró al local y nos preguntó qué remedio
recomendábamos para la tiroides. Le dijimos que francamente no teníamos idea.
Cómo su vista era mala, nos pidió que le leyéramos los prospectos de todos los
medicamentos para la tiroides que había en un estante. La pereza era fuerte,
pero al compromiso con nuestro amigo de la sedería era mayor así que terminamos
cediendo. Resulta que el señor, era además un poco sordo, lo que puso aún más a
prueba nuestra buena voluntad.Finalmente se decidió por uno de los medicamentos, el dueño de la
sedería nos agradeció mucho y nosotros terminamos teniendo un conocimiento
bastante amplio del tratamiento de esta glándula. Cargados como mulas,
caminamos el resto del día hasta llegar al hotel con una contractura diabólica
que nos acompaño por el resto del viaje. Pero teníamos nuestras telas, y ¡qué
telas!